Prólogo de la publicación El campesinado y el marxismo de Pierre Rousset.
Ser campesino se relaciona, a menudo, a ser tradicional, anclado en el pasado. El desarrollo de un país se considera inversamente proporcional a la evolución del trabajo en el campo. Sin ser nuestra intención caer en una visión romántica del mundo rural ni pasar por alto las contradicciones de la lucha campesina, es necesario indicar lo que muchas veces la historia esconde, el papel primordial del campesinado en los procesos de ruptura, como señala en el siguiente artículo de Pierre Rousset. Devolver el valor que tiene la lucha por la tierra, por los recursos naturales y los alimentos en el combate anticapitalista.
La comida se ha convertido en objeto de negocio. En una mercancía en manos de la industria agroalimentaria y la gran distribución, contando con el apoyo activo de gobiernos e instituciones internacionales. Hoy en dia, quien no tiene dinero suficiente para pagar el precio de la comida, que es cada vez más caro, no se alimenta. Quien no puede acceder a la tierra, al agua, a las semillas, no cultiva. Comer ha dejado de ser un derecho, para convertirse en un privilegio. Vivimos hoy en un mundo de famélicos y sobrepeso, 870 millones de personas pasan hambre en el planeta y 500 millones sufren obesidad. Y son las personas con menos recursos económicos, quienes menos comen y peor se alimentan.
La Vía Campesina, el mayor movimiento internacional de campesinos del Norte y del Sur, reivindica, desde mediados de los años 90, el derecho a la soberanía alimentaria, el poder de decidir qué se cultiva y qué se come. Ante una agricultura puesta al servicio de los intereses del capitalista, adicta al petróleo, con alimentos que recorren kilómetros, en la que el campesinado es condenado a la desaparición y que, además, nos enferma, La Vía apuesta por una agricultura de temporada, local, campesina, ecológica y accesible, alargando puentes de solidaridad entre el campo y la ciudad. Lo que en su inicio fue una propuesta “campesina”, es actualmente hecha suya por amplios colectivos sociales. No en vano, La Vía siempre tuvo claro que avanzar hacia otro modelo agroalimentario solo es posible a partir de un cambio radical de sistema, y para conseguirlo es fundamental la creación de coaliciones amplias entre sectores sociales distintos. De aquí, su papel clave en el seno del movimiento antiglobalización, a finales de los años 90 y principios de la década del 2000.
Una soberanía alimentaria que necesariamente tiene que ser feminista, si quiere significar un cambio real de modelo. Hoy, las mujeres, a pesar de ser las principales proveedoras de alimentos en los países del Sur, entre un 60% y un 80% de la producción de comida recae en sus hombros, son las que más pasan hambre, padeciendo el 60% del hambre crónica global. La mujer cultiva la tierra, cosecha los alimentos, pero le es negado el acceso a su propiedad, a la maquinaria y a los créditos agrícolas. Si la soberanía alimentaria no defiende e instaura la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, no es ni podra ser una alternativa real. De la misma manera ha de garantizar una vida en el campo que sea respetuosa con las libertades sexuales y reproductivas.
Como nos recuerda La Vía Campesina, “comer se ha vuelto un acto político”. No podemos olvidarlo.